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Desvaríos autoritarios: respuesta a "La obligatoriedad de la vacunación salva vidas"

Gustavo Medina Pose
 
Esta es una respuesta a la columna publicada en la diaria "La obligatoriedad de la vacunación salva vidas". En ella, a partir de un balance entre los derechos a la libertad y al cuidado de la salud pública consagrados en la Constitución, el autor concluye que la vacunación contra la covid-19 debería ser obligatoria. Cuestionamos la idea de la obligatoriedad y la de la efectividad de la vacunación, así como el modo en que se arriba a tal conclusión. Puede leerse también como parte de un alegato general contra la ortodoxia covid.

 
  
Negación de la obligatoriedad

En su exposición de motivos, el autor refiere a los derechos a la libertad y a la vida presentes en nuestra carta magna: “Por un lado, existe el derecho a la libertad de las personas (artículo 7 de la Constitución), en este caso de vacunarse o no contra la covid-19; por el otro lado, existe el derecho a la vida (artículo 7 de la Constitución) que debe tutelar el Estado”. Además, señala que el artículo 44 inciso 2° de la Constitución reza: “Todos los habitantes tienen el deber de cuidar su salud, así como el de asistirse en caso de enfermedad". Y concluye que "entonces, no existe solamente un deber moral y ético de vacunarse, como señalan el Presidente de la República y el ministro de Salud Pública, sino un deber jurídico consagrado en la Constitución, que tiene la finalidad de que cada persona sea responsable no sólo de su salud sino de la de los demás, y que se puede fundamentar en el principio de solidaridad".

Primero debemos señalar que desde un punto de vista de la lógica formal del razonamiento, de la relación entre estas premisas no se desprende la conclusión de que la vacunación debiera ser obligatoria. Es decir: una cosa es el deber del Estado de tutelar la vida, y otra es el deber de sus habitantes de cuidar su salud y de asistirse en caso de enfermedad, pero afirmar a partir de ello la obligatoriedad de la vacunación es un exabrupto falaz.

Segundo, la argumentación adolece de una falta de demostración sobre las razones por las cuales la propuesta de obligatoriedad resulte objetivamente necesaria, razonable y proporcional al fin que se persigue. El autor sostiene que los bienes jurídicos en cuestión, la libertad y la vida, son afectados en igualdad de condiciones, cuando esto no es así, siendo en realidad un falso dilema. Es decir, la vida (y la salud) debería estar lo suficientemente afectada como para justificar tal limitación al derecho a la libertad, y esto no es lo que precisamente sucede con la enfermedad en cuestión, cuyos índices de letalidad y contagiosidad no debieran ser un motivo de alarma, como mostraremos más adelante. El hecho de no vacunarse no representa una ofensa sustantiva a la vida o a la salud, como sí lo representaría la obligatoriedad de hacerlo frente al derecho a la libertad. En otras palabras, de implementarse la obligatoriedad estaríamos ante una violación segura de la libertad, y no necesariamente ante la salvaguarda del derecho a la vida. Si seguimos la línea de razonamiento propuesta por el autor, el Estado debería, quizás a través del Ministerio de Salud Pública, internar compulsivamente a las personas con sobrepeso con el fin de que adelgacen, ya que seis de cada diez uruguayos presentan esta condición, siendo uno de los principales factores de riesgo para las patologías isquémicas, que son la principal causa de muerte y suponen un gran compromiso del presupuesto nacional.

Pero dejemos la lógica y la jurídica a un lado y pasemos a la reflexión ético-política. En este ámbito, resulta contradictorio invocar el principio de solidaridad para fundamentar una acción coercitiva en base al texto constitucional, que es, justamente, una de las principales fuentes jurídicas del egoísmo humano. No es una novedad afirmar que las constituciones son un producto jurídico de los Estados liberales que, si bien fueron poderosas herramientas para enfrentar institucionalidades despóticas, no dejaron por ello de establecer sus propios y renovados despotismos, tal como el de la propiedad privada (presente en nuestra Constitución en su artículo 32: “la propiedad es un derecho inviolable”). De este modo quedó sembrado el campo para el individualismo egoísta y la impunidad para expoliar los bienes comunes, características tan nocivas de nuestra época. Es precisamente amparada en este derecho que, por ejemplo, una Sociedad Anónima puede plantar enormes monocultivos destruyendo así los bienes naturales como el agua y el suelo. Es también bajo este principio que, para traer al caso, los países centrales pueden acaparar el 60% de las vacunas, aunque apenas representen el 13% de la población mundial (Canadá, por ejemplo, adquirió nueve dosis por habitante).

Pero esta confusión al conceptualizar la solidaridad no es sorprendente, pues deriva de los fundamentos que sostienen a los Estados y sus legislaciones, y que no son otros que los derivados del contractualismo liberal, según el cual los ciudadanos se asocian voluntariamente para contrarrestar un estado mítico de salvajismo y barbarie prehistóricos (Bellum omnium contra omnes) para instaurar un orden que permita el funcionamiento de la sociedad civilizada. Esta cosmogonía política fue cuestionada en los albores del industrialismo, primeramente por el socialismo utópico y luego por el socialismo científico y el socialismo antiautoritario o anarquista. Es así que en las antípodas de esta concepción sociopolítica burguesa, para Mikhail Bakunin, la sociedad ―o mejor, la comunidad― es anterior al Estado, ya que éste ha llegado a imponerse mediante la violencia, siendo su apelación al bien común y a la esencia contractualista de su origen nada más que palabra vacía en procura de legitimación. Al respecto ha dicho: “ningún Estado histórico ha tenido jamás un contrato por base y (...) todos han sido fundados por la violencia, por la conquista”. Complementando esta visión, Pierre-Joseph Proudhon ha argumentado que la propiedad privada es contraria al interés colectivo y es por ello que en su clásico libro ¿Qué es la propiedad? sentencia que “la propiedad es el robo”.

Aunque presente en la letra, la solidaridad es un valor ajeno al Derecho, en tanto consagra el egoísmo burgués, que es básicamente el derecho a poseer bienes, a destruir la naturaleza y a disponer de la fuerza de trabajo ajena. Muy por el contrario, la solidaridad no se sustenta en los mecanismos verticales de acción de los Estados, sino en el mutualismo propio de las comunidades locales, mediante acuerdos horizontales y por la acción directa.

En definitiva, fundamentar la obligatoriedad de la vacunación en lo que diga la Constitución es algo propio de un fetichismo jurídico y de un misticismo estatalista anacrónico, siendo en realidad el principio de “solidaridad” invocado como una forma de autoritarismo biopolítico.

Habiendo ya señalado algunos elementos de filosofía política, hagamos una breve digresión desde el campo de la bioética, especialmente porque el autor, tal como el ministro Salinas y el presidente, confunden moral y Ética. Como es usual en esta disciplina, una primera distinción utiliza el término moral para describir los sistemas de valores y reserva Ética para nombrar la disciplina filosófica que estudia dichos entes. También conviene incluir a esta lista el término deontología, que designa a los compendios de normas morales y valores relativos a un ámbito concreto, usualmente el de las profesiones.

Por su parte, una reflexión desde la Ética de la inmanencia, inaugurada por Baruch Spinoza, transita por los ejes de lo universal-singular y de lo particular. Lo particular es un efecto de grupo, un sistema de códigos compartidos por una cultura en un determinado tiempo, y aquí es donde se ubica a la moralidad y a los códigos deontológicos y jurídicos. El consenso histórico en torno a estas normativas no exime de ellas la presencia de valores que degraden al sujeto. Como señaló Gilles Deleuze, rescatando a Spinoza, “(...) la ley moral es un deber, no tiene otro efecto ni finalidad que la obediencia. Tal vez esta obediencia resulte indispensable, tal vez los mandamientos resulten bien fundados. No es ésta la cuestión. La ley, moral o social, no nos aporta conocimiento alguno, no nos hace conocer nada”. En buen romance: una cosa no será buena porque la Constitución lo diga ―por suerte, la cuestión ética es mucho más compleja―.

Sin dudas que la actual pandemia, exceso de la globalización, es del orden del acontecimiento, y como tal, debe ser pensada como singularidad, y no en base a vetustos códigos jurídicos y morales. Para ello es inminente superar a la Moral mediante “la Ética, es decir, una tipología de los modos inmanentes de existencia (...) [que] sustituye la oposición de los valores (Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de existencia (bueno-malo)” (1). Cerrando esta digresión, continuemos con el problema de la vacunación obligatoria.

Sobre la efectividad de la vacunación

Antes de discutir la efectividad de la vacunación habrá que preguntarse si es necesaria. Como esto llevaría mucho espacio, y no es el objetivo de la nota, apenas señalaremos algunas claves para impugnar la conceptualidad pandémica y el estado de miedo hipocondríaco que se ha generado, y que quien lea saque sus propias conclusiones ―no estará obligado a compartir todo lo que aquí se dice―.

En este punto es menester señalar que los datos de morbimortalidad ―sustento de las medidas sanitarias adoptadas para contrarrestar la pandemia― adolecen de varios defectos metodológicos que determinan una sobrerrepresentación de casos de enfermos y muertos. Dado que estos datos se obtienen a partir del test PCR, haremos algunos comentarios al respecto.

Como es sabido en la metodología científica más básica, los instrumentos de medición deben poseer validez, confiabilidad y comparabilidad, esto es, que efectivamente midan la variable que se pretende medir y que lo hagan con precisión. Usar el test PCR con fines de diagnóstico supone un grave error de validez, pues, tal como afirman su inventor, Kary B. Mullis, y una empresa de bioingeniería que lo fabrica, “este producto es sólo para uso en investigación y no para fines diagnósticos” (2). Además, estas pruebas presentan amplios márgenes de error, arrojando así gran cantidad de falsos positivos. Su manipulación y especialmente el nivel de cortes (Ct) con que se use, resultan en una gran variabilidad de resultados aún para una misma muestra (3), al punto que la propia OMS ha debido alertar sobre su mal uso (4). A estos déficits debe sumarse la falta de transparencia en relación al secretismo respecto a los detalles técnicos con que se realizan las pruebas (especialmente el número de Ct usados) por parte de los laboratorios y prestadores de salud que la aplican. En suma, el uso que se ha hecho del test PCR durante la pandemia no es válido, confiable, ni comparable.

Ahora retomemos el asunto de la vacunación: no existen razones de peso para sostener que las vacunas protegen la vida. En todo caso, también hay evidencias de lo contrario. En esta diatriba entre quienes apoyan la vacunación y quienes, con matices o totalmente, no lo hacen ―peyorativamente señalados de antivacunas, conspiranoicos y negacionistas― suele escucharse como argumento por parte de los primeros que “si no fuera por las vacunas no estaríamos hoy hablando del asunto".

Sin embargo, atribuir causalidad, como hace gran parte de la investigación biomédica, a la disminución de enfermedades y su consecuente aumento en la esperanza de vida, a la vacunación, es un asunto muy rebatible, al punto que si bien no se podría afirmar lo contrario ―es decir, que las vacunas no hayan tenido un impacto positivo en dichos indicadores― al menos habría que tener mayor cautela antes de concluir para cualquier lado.

Muchas de estas investigaciones caen en errores como la falacia de la causa simple o en inadvertir relaciones espurias provocadas por variables intervinientes no controladas, cosa que ocurre cuando “se asume que existe solo una simple causa para un resultado cuando en realidad puede haber un conjunto específico o suficiente de causas que lo hayan provocado” (5). Esto es, que haya asociación estadística no significa que haya explicación causal, y a su vez, la determinación de causalidad en estos casos suele ser extremadamente compleja, cuando no imposible. Para decirlo sencillamente, la realidad es muy compleja y suele superar las expectativas del cálculo estadístico.

Normalmente, en el imaginario colectivo construido por la medicina se atribuyen las mejoras generalizadas de las condiciones de vida a partir del siglo XIX, y especialmente la erradicación de algunas enfermedades infectocontagiosas, a las campañas de vacunación masiva. Sin embargo, mucha evidencia apunta a que dichas mejoras se deberían a otros factores, muchos de ellos sanitarios, pero no médicos, tal como demuestra Iván Illich en Némesis médica. Entre estas medidas salutógenas se encuentran intervenciones en infraestructuras medioambientales, la adopción de estilos de vida saludables y mejoras en las condiciones de vida producto de luchas sociopolíticas. No debe olvidarse que el caldo de cultivo para las enfermedades contagiosas es un producto de la industrialización: hacinamiento en ciudades, exposición a sustancias tóxicas, jornadas laborales extenuantes, malnutrición, etc.

Pese a que cueste aceptarlo, el mayor hito médico de los últimos doscientos años, antes que los antibióticos, la anestesia o la píldora anticonceptiva, fue el saneamiento: “Tras la introducción de los retretes, las cloacas y el lavado de manos con jabón, la mortalidad infantil se redujo a una quinta parte, la mayor reducción en toda la historia de Gran Bretaña. (...) Gary Ruvkun, un genetista de la Universidad de Harvard, considera que, de todas las variables capaces de aumentar la esperanza de vida, la más importante es el retrete. Los modernos sistemas sanitarios han añadido veinte años a la vida media del ser humano”. (6)

Tenemos, entonces, que el proceso de la salud-enfermedad ya no se explica por el modelo decimonónico agente-huésped, sino por el de las grandes determinantes sociales. Esto es manifiesto aún en la actual pandemia, en la cual su incidencia y letalidad presenta mayor gravedad en aquellos casos donde hay prevalencia de enfermedades crónicas no transmisibles (sobrepeso, diabetes, cáncer), donde las condiciones medioambientales son adversas (contaminación, efectos del cambio climático), y donde existen mayores índices de pobreza y desigualdad, con sistemas de salud no debidamente preparados (fundamentalmente debido a su privatización o desfinanciamiento) y a las carencias en la formación de personal (especialmente de intensivistas y de enfermería) ―de ahí que sea preferible el concepto de pansindemia―.

Si bien desconocemos las razones de la reticencia de los uruguayos frente a la vacunación, que se expresan en una baja intención de vacunarse según una encuesta, puede intuirse que no serían descabelladas. Quizá se deba a que estas vacunas se desarrollaron en tiempos récord y en algunas se utilizaron tecnologías nuevas por primera vez. O a que algunas de ellas, como la rusa, han omitido importantes fases de validación experimental. Además, se han reportado casos de efectos secundarios graves durante las fases de experimentación y los gobiernos han blindado jurídicamente a las empresas farmacéuticas ante eventuales daños y muertes ulteriores (en Uruguay se plantea la necesidad de firmar un consentimiento informado para recibir la vacuna). Por si fuera poco, los organismos encargados de validarlas están financiados por los laboratorios que las producen, creando así un clarísimo caso de colusión de intereses. A esta colusión de intereses deben sumarse las fundadas sospechas ante el financiamiento de la OMS por parte del lobby farmacoquímico que lucra doblemente, ya que gran parte de su financiación para la investigación proviene de fondos públicos.

Pero en esto no hay nada nuevo bajo el sol: se trata del mismo tipo de conjunción de intereses que se da, por ejemplo, entre la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA) estadounidense y las corporaciones como Bayer-Monsanto, y que ya han sido profundamente investigadas y hasta judicializadas.

A modo de conclusión

La vacunación contra la covid-19 no debe ser obligatoria porque no hay argumentos jurídicos ni epidemiológicos que la fundamenten. Por lo menos, a quienes sostienen serias evidencias de duda razonable acerca de su necesidad y efectividad, se les debería conceder la absolución por el beneficio de la duda. De adoptarse la obligatoriedad se estaría incurriendo en una medida dudosamente legal, pero seguramente ilegítima y arbitraria, violatoria de ciertos principios del Derecho, como aquel que exige adoptar la medida menos restrictiva cuando esta pueda limitar el disfrute de otros derechos. De aprobarse, sería un atropello más a las libertades que ya se ha hecho costumbre en la pandemia, profundizando así la violencia del Estado de excepción ―tal como el cierre de fronteras y la prohibición de ingreso al país a los propios ciudadanos naturales―.

Es en la mejora de los grandes determinantes de la salud donde deben invertirse las energías para aumentar la calidad de vida y fortalecer los sistemas inmunitarios. Frente al terror pandémico biomédico y periodístico debe confrontarse ―rescatando los justos progresos de la tecnomedicina moderna― una alternativa médica comunitaria, holística y naturista, cuyos principios para una vida sana están presentes en todos los sistemas de salud tradicionales y son los que han guiado a la humanidad por milenios: ejercicio físico asiduo, dieta alcalina (preferentemente vegetariana), cultivo de emociones positivas, relaciones libres y de los placeres, evitación de tóxicos, exposición al sol y al aire limpio, y aceptación del dolor y la muerte como parte de la vida.
 

(1) Deleuze, Gilles “La diferencia entre una ética y una moral”. En: Deleuze, Gilles. Spinoza, Filosofía práctica. Tusquets: Barcelona, 1984, pp. 34-35.
(2) Ver el prospecto del producto en la web del fabricante Creative Diagnostics: https://www.creative-diagnostics.com/pdf/CD019RT.pdf
(3) Para una mejor comprensión de los aspectos técnicos en torno a la prueba PCR, consultar Ct: el agujero negro del periodismo de pandemia.
(4) Aviso de la OMS para los usuarios de productos de diagnóstico in vitro
(5) https://es.wikipedia.org/wiki/Falacia_de_la_causa_simple
(6) George, Rose. La mayor necesidad. Un paseo por las cloacas del mundo. Turner: Madrid, 2009, p. 15.

 

 

 

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